Don Gilberto Salazar, el pionero desconocido
El arriero chileno, alcanzó los 6.500 metros de altura durante el primer intento de ascenso al Aconcagua
Por: Nicolás García

Este arriero chileno, de fortaleza legendaria, alcanzó los 6.500 metros de altura durante el primer intento de ascenso al Aconcagua, en 1882. Casi no existen relatos sobre el rol de los guías locales en las primeras expediciones.

Güssfeldt, Zurbriggen, FitzGerald. Nombres que conocemos bien, exploradores y pioneros del Aconcagua, cuyos nombres ya son parte de la montaña. Figuran en la historia y en el terreno, a través de los glaciares o cumbres que llevan sus nombres. Sus relatos son clásicos y circulan en Internet. Mucho menos conocidas, en cambio, son las historias de los guías locales que hicieron posibles estas expediciones tempranas. No tenemos un glaciar Salazar, a pesar de que este chileno alcanzó los 6.500 metros en 1883, ni un libro sobre Pastén, aunque el legendario arriero de Puente del Inca fue el primero en alcanzar la cumbre dos veces.

 

Don Gilberto Salazar fue un gaucho y arriero del valle de Aconcagua, en Chile. Cuentan los que cuentan que el hombre era tan fuerte que hacía fuego, con leña gruesa, a 5.000 metros de altura; a puro soplido… Aunque nunca sepamos si la historia es cierta o una exageración, nos da una idea del respeto que se había ganado don Gilberto.

Lo que sí está documentado es su rol en la primera exploración conocida de lo que hoy llamamos la ruta normal del Aconcagua (la faz noroeste del cerro). Salazar fue contratado para manejar las mulas, durante el bravo intento de llegar a la cumbre que lideró el alemán Paul Güssfeldt hace 132 años, en febrero de 1883.

 

El plan de Güssfeldt era compartir la incursión hacia el entonces ignoto Aconcagua con un guía suizo, Alexander Burgener. Pero este compañero se “bajó” de la expedición apenas desembarcaron en Valparaíso. Güssfeldt quedó solo, pero lejos de abortar la misión, contrató a varios “huasos” y se dedicó a reconocer la cordillera. Una de esas excursiones dio como resultado el primer ascenso relevante de un europeo en los Andes Centrales: la cumbre del volcán Maipo (5.323m). Güssfeldt llegó al pico principal en soledad el 19 de enero de 1882.

 

El día de cumbre, el alpinista y dos arrieros salieron de un campamento a 3.600 metros de altura, a las 2.20 de la madrugada. Hay que pensar en el equipamiento de la época para entender lo dura que debe haber sido esa noche caminando a la intemperie, con el frío y el viento que caracterizan al crater del Maipo. Uno de los arrieros, don Zamorano (con saludables 64 años) quedó en el camino, agotado, y pronto el segundo también se detuvo. A las 13.30 Paul Güssfeldt llegó a la cumbre, y a las siete de la tarde se reunió con los dos gauchos en el campamento.

 

Ya aclimatado y con el cuerpo acostumbrado a los rigores de la alta montaña, el alpinista alemán se trasladó a los valles al pie de la cordillera en Chile. Allí  contrató los servicios de Gilberto Salazar (“Gilberte”, lo llamaba Güssfeldt) y de otros arrieros, para intentar el desafío mayor: abrir una vía hacia las desconocidas cotas de 7.000 metros del Aconcagua. A fines del siglo XIX, la información sobre esta montaña era muy escasa. De hecho, en el mundo occidental no había testimonios de que alguien hubiera alcanzado esas alturas, ni en los Andes ni en otras cordilleras del planeta.

El Aconcagua se ubica íntegramente en territorio argentino, pero su poderosa silueta es muy visible desde la variante oeste de los Andes, en Chile. Güssfeldt trazó su ruta de aproximación desde el país vecino, por el valle del río Putaendo. Cruzó el límite internacional y llegó al Aconcagua por el norte.

 

La sociedad entre el científico alemán y el “huaso” Salazar fue complementaria. Uno aportaba una visión más intelectual de las montañas (el “wanderlust” o amor por los vagabundeos en tierras remotas), y también herramientas de la ciencia como mapas, equipamiento; el otro era la tierra misma, el conocimiento de primera mano de nuestra Cordillera. Uno leía las cartas topográficas, el otro las nubes de tormenta. Por supuesto que sólo conocemos la versión de Güssfeldt, quien la dejó por escrito. Vaya a saber qué se hizo de los recuerdos de don “Gilberte”.

 

El relato de Güssfeldt es conocido. Tras un reconocimiento del cerro, decidieron partir hacia la cumbre el día 20 de enero. Fiel a su idiosincracia pragmática, don Gilberto no le veía mucho sentido a la descomunal jornada de cumbre que tenían por delante: el vivac que habían montado estaba a 3.600 metros (por debajo de los actuales campamentos base) y el alemán temerario que lo había contratado quería salir para arriba a las cuatro de la tarde… sin carpa… Pero Güssfeldt, astuto, conocía la fortaleza y el manejo del terreno que tenían los baqueanos. Así,  apeló al amor propio de los gauchos y logró que “Gilberte” y Vicente Pereira se “motivaran” y pusieran lo mejor en el intento.

 

Los tres socios acopiaron unos pocos víveres y el precario equipo de la época: nada de plumas o membranas sintéticas respirables: lana y franela… Como mucho, don Gilberto habrá tenido una buena “poncha de Castilla”, esos abrigados ponchos chilenos con cuello. Treparon unos cientos de metros montados, descansaron y a eso de las 20.30 hs le plantaron cara a la interminable ladera de piedra y nieve. Los gauchos se mostraban remisos, según el relato del alemán, pero éste los arengaba. Hasta que finalmente Pereira desistió del todo (con los dos pies muy enfriados).

 

Eran las 11.30 de la mañana y estaban a 6.200 metros. Habían caminado toda la noche y la mitad del día. El arriero quería regresar; pero al ver la determinación de Güssfeldt, decidió no abandonarlo. Los dos sellaron un pacto de caballeros con un apretón de manos y siguieron caminando en silencio. Pasada la una y con la cumbre a la vista, se encontraban al límite de sus fuerzas y analizaron pasar la noche allí, a la más cruda intemperie. Estaban a 6.550 metros, con los Andes a sus pies en todas las direcciones. La motivación era pareja y Güssfeldt destaca el coraje de Salazar en esa hora crítica. Pero un repentino cambio de tiempo los dejo envueltos en una nube y el temporal inminente forzó la decisión: hacía abajo o hacia una muerte segura. Los dos socios tomaron el camino sabio y regresaron a su campamento, que habían dejado 30 horas antes.

 

Fue un intento importante pero con una estrategia primitiva. Güssfeldt había estimado la altura del Aconcagua con precisión –calculó 6.970 metros, apenas ocho por encima de las mediciones actuales-, pero no existían ni la información ni la experiencia sobre el terreno de alta montaña. Los dos socios pusieron en coraje y fuerza lo que les faltó de planeamiento, y la cumbre hubiera sido una recompensa merecida.

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